viernes, 4 de abril de 2008

Algo habrán hecho... (Drama en un acto)

A continuación presentamos el texto de este drama en un acto, ambientado en un centro clandestino de detención, durante la época de la dictadura militar que asoló la Argentina desde 1976 hasta 1983.

A los luchadores de la democracia desaparecidosdurante el genocidio del proceso militar.

PERSONAJES
Rolo
Susana
Martín

ACTO ÚNICO
Al levantarse el telón, la escena se encuentra en semipenumbras. Se observa sobre la derecha de la escena a Susana, que está sentada en el suelo contra la pared del fondo. Su vestimenta es una remera, jeans y zapatillas donde se observan manchas de suciedad y de sangre seca; tiene un tabique en su mano. A la izquierda de la escena se observan dos colchones viejos tirados en el suelo y un balde.Al cabo de un momento se oye el ruido de una puerta que se abre y se cierra, y comienzan a escucharse las voces en off de Rolo y Martín.

ROLO. -¡Acá vas a saber lo que es bueno!
MARTÍN. -¿Adónde me lleva?
ROLO. -Al infierno, chiquito.
MARTÍN. -Despacio, por favor, me duelen mucho las piernas.
ROLO. -¡Caminá, no seas maricón! (Se escucha un golpe.)
MARTÍN. -¡Ayyy! ¡Basta, por favor!
ROLO. -¡Callate, que esto recién empieza! (A Susana.) -¡Che, vos, tapate que voy a abrir! (Susana se coloca el tabique. Ruido de puerta que se abre.)
ROLO. ¡Entrá, vamos!

(Por la izquierda entra trastabillando y cae boca abajo Martín. Está tabicado y se encuentra muy desaliñado. Lleva un jean cortado con descuido apenas por debajo de las rodillas, y en ambas pantorrillas sendos vendajes manchados de sangre. Al caer comienza a quejarse de dolor. Se oye un ruido de puerta al cerrarse. Susana se quita el tabique y mira a Martín indiferente. Al cabo de un momento habla.)

SUSANA. -¿Quién sos?

(Martín no responde y continúa llorando y quejándose.)

SUSANA. -¿Quién sos?
MARTÍN (sobresaltándose un poco). -¿Quién está ahí?
SUSANA. -No te asustés. Yo estoy peor que vos. ¿Cómo te llamás?
MARTÍN. -Martín.
SUSANA. -Ah...
MARTÍN. -Tengo las piernas rotas.
SUSANA. -No parece.
MARTÍN. -¡Me duelen mucho!
SUSANA. -Sacate el tabique.
MARTÍN. -¿Qué?
SUSANA. -Sacate el tabique.
MARTÍN. -¿Qué es eso?
SUSANA. -La capucha.

(Martín se quita el tabique con esfuerzo y comienza a recorrer el lugar con la mirada.)

MARTÍN. -¿Qué es esto?
SUSANA. -Una tumba en vida pero, ¿qué edad tenés vos?
MARTÍN. -Quince años.
SUSANA. -¡Qué hijos de puta!
MARTÍN. -¿Quiénes son?
SUSANA. -¿Los que te trajeron acá? Cerdos.
MARTÍN. -Mis padres...
SUSANA. -¿Los trajeron a ellos también?
MARTÍN. -Creo que sí. Así me dijeron.
SUSANA. -¿Sos de la JP?
MARTÍN. -¿JP?
SUSANA. -Juventud peronista.
MARTÍN. -No.
SUSANA. -¡Qué animales! Están agarrando a cualquiera.
MARTÍN. -¿Por qué estás acá?
SUSANA. -Por razones distintas a las tuyas. ¿Cómo te agarraron?
MARTÍN. -Entraron a mi casa, ¡fue horrible!
SUSANA. -Sí.
MARTÍN. -Les abrió mi mamá. La engañaron, dijeron que eran policías.
SUSANA. -No la engañaron.
MARTÍN. -¿Cómo?
SUSANA. -No la engañaron: eran policías.
MARTÍN. -No.
SUSANA. -Sí, es muy largo de explicar ahora.
MARTÍN. -Sacaron unas pistolas y nos apuntaron. Eran como diez. Nos hicieron sentar en el piso y se metieron por toda la casa. Rompían todo.
SUSANA. -Así hacen siempre. A todos.
MARTÍN. -¿Cómo sabés?
SUSANA. -Así hicieron conmigo, y con los otros que estuvieron aquí antes.
MARTÍN. -¿Otros?
SUSANA. -No sos el primero que pasa por esto, ¿sabés?
MARTÍN. -¿Dónde están?
SUSANA. -¿Quiénes?
MARTÍN. -Esos otros.
SUSANA (guarda silencio un momento). -Se los llevaron.
MARTÍN. -¿Adónde?
SUSANA (vuelve a guardar silencio un momento). -No sé.
MARTÍN. -A mi papá lo desmayaron de una patada, y a mi mamá de una trompada. (Comienza a llorar, cuando consigue calmarse un poco continúa hablando.) -Me les fui encima, pero me empujaron y me volvieron a tirar al piso; traté de levantarme y salir corriendo, y ahí me tiraron. Me pegaron tiros en las piernas. Yo gritaba, llamaba a los vecinos, pero parece que nadie me oyó. Me pusieron esta capucha y dijeron que estábamos... ¿cómo fue que dijeron? Algo así como... chupados.
SUSANA. -Sí.
MARTÍN. -Como no podía caminar, me levantaron de los brazos, me sacaron a la calle y me metieron en un auto. Me tiraron en el piso del auto. Debía estar medio mareado o algo así, porque cuando salimos a la calle, con la capucha puesta y todo, parecía que veía luces rojas que se prendían y apagaban.
SUSANA. -Patrulleros.
MARTÍN. -¿Qué?
SUSANA. -Nada.
MARTÍN. -El auto arrancó y yo preguntaba por mis padres. Me dijeron que venían en otro auto y después me golpearon en la cabeza para que me calle. Viajamos un rato largo; y después me sacaron del auto y me metieron en este lugar. Me acostaron en algo duro, como una mesa. Me ataron los pies y las manos a las puntas. Cuando pensaba que me habían dejado solo, oí la voz de alguien que me dijo que era médico y que me quedara quieto porque estaba grave. Me dijo que me iba a curar, pero me hizo doler mucho. Después a-pareció otro que me trajo acá.
SUSANA. -Rolo.
MARTÍN. -Sí, así dijo.
SUSANA. -Rolo...
MARTÍN. -¿Lo conocés?
SUSANA. -¿Qué si lo conozco? Casi no me puedo mover gracias a él.
MARTÍN. -¿Qué te hizo?

(Susana baja la cabeza.)

MARTÍN. -Está bien, no me cuentes.
SUSANA. -Decime una cosa: ¿vos no sabés nada de lo que está pasando en el país?
MARTÍN. -¿Sobre qué?
SUSANA. -No sabés nada. ¡Cómo me revientan estos pendejos boludos!
MARTÍN. -¿Por qué me insultás?
SUSANA. -Yo a tu edad ya defendía mis derechos.
MARTÍN. -¿Por qué?
SUSANA. -Porque es mi deber.
MARTÍN. -Vos no serás montonera...
SUSANA. -¿Y vos qué sabes de eso?
MARTÍN. -Lo que sabe todo el mundo: que son gente mala que se dedica a matar.
SUSANA. -¿Ah, sí?
MARTÍN. -Sí. Y los militares tuvieron que subir al gobierno por eso.
SUSANA. -¿Y quién te dijo todo eso?
MARTÍN. -Lo escuché en la tele; Videla lo dijo.
SUSANA. -Mirá, te voy a explicar algo: es verdad que los montoneros son unos asesinos, pero los militares son igual que ellos.
MARTÍN. -No, no puede ser.
SUSANA. -Sí que puede ser.
MARTÍN. -Pero los militares nos cuidan.
SUSANA. -No, les están vendiendo un buzón a vos y a toda la gente.
MARTÍN. -¿Y vos cómo sabés?
SUSANA. -¿Sabés dónde estamos ahora?
MARTÍN. -No.SUSANA. -En la ESMA.
MARTÍN. -¿Qué es eso?
SUSANA. -¿No sabés que es la ESMA?
MARTÍN. -No.
SUSANA. -¿Dónde vivías?
MARTÍN. -Vivo en Belgrano.(Susana se ríe amargamente.)
MARTÍN. -¿De qué te reís?
SUSANA. -Y me dijiste que cuando te trajeron habían viajado mucho...
MARTÍN. -Sí.
SUSANA. -Estás en Belgrano.
MARTÍN. -No puede ser.
SUSANA. -¿Nunca viste un edificio de milicos que está en Libertador?
MARTÍN. -¿Al lado del industrial?
SUSANA. -Del Raggio.
MARTÍN. -Sí.
SUSANA. -Bueno, es este lugar. Esto es la ESMA.
MARTÍN. -Pero esto es del ejército.
SUSANA. -¿Y quién te crees que nos está haciendo esto?
MARTÍN. -Pero Videla dijo por televisión que habían subido al poder para que haya justicia.
SUSANA. -Y vos le creíste.
MARTÍN. -Y, sí.
SUSANA. -Claro, está bien. Están haciendo bien el trabajo esos guachos. No te dejés engañar, nene: los milicos son unos turros.
MARTÍN. -Vos sos montonera.
SUSANA. -¡Dejáte de hablar pavadas! No soy montonera, soy peronista.
MARTÍN. -¿Y acaso los peronistas no son todos montoneros?
SUSANA. -Eso también lo dicen los militares, ¿no?
MARTÍN. -Sí.
SUSANA. -No te confundas. Los montoneros son infiltrados.
MARTÍN. -¿Infiltrados?
SUSANA. -Se hacen pasar por peronistas. Los peronistas no matamos gente, luchamos por la justicia social, por los humildes que quieren sacar la cabeza del pozo. Los montoneros tienen las banderas que los argentinos no votamos. Son asesinos, pero ellos y los militares son la misma cosa.
MARTÍN. -Ah.
SUSANA. -¿Te gusta la política?
MARTÍN. -No, me aburre.
SUSANA. -Si conocieras de política, sabrías que los peronistas no somos montoneros. Nosotros también somos víctimas de ellos.
MARTÍN. -¿Cómo?
SUSANA. -La culpa la tuvo el viejo.
MARTÍN. -¿Qué viejo?
SUSANA. -El general. La verdad es que antes de morirse se mandó una cagada atrás de otra. Y pensar que nosotros fuimos a esperarlo a Ezeiza con tanta ilusión. Era como si viniera Dios. ¡Qué día aquel!
MARTÍN. -¿Y qué pasó?
SUSANA. -Los montoneros, que el General metió en el peronismo, armaron un quilombo bárbaro, casi nos matan a todos. Ellos no estaban esperando a Perón como nosotros. Ellos querían violencia, sembrar el caos. Nosotros queríamos la patria peronista, otros la patria socialista. Y en el medio ellos, sembrando la furia, la irracionalidad; rompiendo y quemando todo a su paso. Todo se descontroló. Hubo más de cien muertos.
MARTÍN. -¡Qué horrible!
SUSANA. -¡Ah! Pero nosotros lo seguíamos a muerte. Hubiéramos dado la vida por él. Aun después, cuando ya veíamos que hacía una macana atrás de otra, como poner a esa inútil de Isabelita de vicepresidenta, sabiendo que él se iba a morir. ¡Vieja pelotuda! Si hasta se quería parecer a Evita.
MARTÍN. -¿Era buena Evita?
SUSANA. -¡Ah, ella sí! Ella luchó verdaderamente por los más necesitados. Todas las mujeres queremos ser como Evita. ¡Qué emoción sentía yo cuando escuchaba hablar a mis viejos de Evita! Lo poco que tenemos se lo debemos a ella.
MARTÍN. -Mi papá dice que Perón le dio mucho a los pobres, pero por eso se fundió el país.
SUSANA. -¿Y él que sabe? Seguro que es radical.
MARTÍN. -No sé, creo que votó a Balbín.
SUSANA. ¿Viste? Votó a los radicales. Esos son unos oligarcas. ¡Evita era una santa! A ver si los radicales nos van a dar todo lo que nos dio Evita.

(Martín se mueve un poco y comienza a quejarse de dolor.)

SUSANA. -¿Qué te pasa?
MARTÍN. -Estoy cansado de estar así, pero me duelen mucho las piernas.
SUSANA. -¿Querés ver si te podés sentar?
MARTÍN. -Pero me duele.
SUSANA. -Yo te ayudo.

(Susana se mueve con esfuerzo, quedando apoyada sobre las palmas de las manos y las rodillas. Comienza a gatear hasta donde se encuentra Martín. Cuando llega hasta él se escuchan en off la voz de Rolo, y ambos quedan paralizados en sus lugares.)

ROLO. -¡Vasco! ¡Traeme al nuevo! (Ruidos de puertas que se abren y se cierran.)
MARTÍN. -¿Qué es eso?
SUSANA. -Rolo.
MARTÍN. -¿Qué hace?
SUSANA. -Vas a tener que acostumbrarte.
MARTÍN. -¿A qué?
SUSANA. -Van a torturar a alguien.
MARTÍN (sorprendido). -¿Torturar?
SUSANA. -Sí, a todos nos toca.
MARTÍN (asustado). -¿A mí también?
SUSANA (guarda silencio un momento). -Espero que no... El principio es lo peor, el terror que se siente esperando la primera tortura, no saber de que forma se va a poder soportar.

(Se oye un grito masculino desgarrador. Martín se sobresalta y Susana apoya la frente en el suelo y se tapa la cabeza con los brazos. Otro grito igual.)

SUSANA. -Nunca me voy a acostumbrar. No hay nada peor que escuchar como se tortura a otro.(Otro grito igual.)
MARTÍN. -Es...(Otro grito igual.)
MARTÍN. -¡Es mi papá! (comienza a llorar convulsivamente.) -¡Papá! ¡Papá!

(Otro grito igual.)MARTÍN. -¡Papá!

SUSANA. -No es él.
MARTÍN. -¡Sí, sí es!

(Susana se incorpora de rodillas y le pone la mano en la cabeza.

)SUSANA. -No, chiquito, no es.

(Otro grito igual.)

MARTÍN. -¡Papá!
SUSANA. -Acá no hay padres, no hay hijos, no hay... nada.
MARTÍN. -Es mi papá.

(Ruido de puertas que se abren y se cierran. Entra Rolo. Con el zapato la empuja a Susana, que cae de espaldas de forma tal que queda perpendicular al público y con la cabeza hacia la pared de atrás.)

ROLO. -¡Salí, sucia! (a Martín.) -¿Oíste a tu papito, nene?
MARTÍN. -¿Por qué le hace daño, señor?
ROLO. -Porque es un comunista asqueroso.
MARTÍN. -No, señor, mi papá no es eso.
ROLO. -Mirá, pibe, si yo te digo que es así, es así y se acabó. (Se inclina y le pega en la cabeza.) –Y date vuelta, ¿o te pensás quedar con el culo para arriba como los maricas?

(Martín trata de ponerse boca arriba pero no puede y se queja de dolor. Rolo lo toma de un brazo y lo da vuelta sin miramientos. Martín queda boca arriba quejándose y Rolo se inclina y le da un cachetazo.)

ROLO. -¡Callate de una vez!(Susana se incorpora apoyándose en los codos.)
SUSANA. -¡Animal, hijo de puta!

(Rolo se acerca a ella de forma tal que queda parado de espaldas al público con las piernas abiertas y los brazos en jarra. La observa un momento y luego la golpea en la cara con la suela del zapato. Susana cae hacia atrás y comienza a sangrar por la nariz.)

ROLO. -¡Y vos preparate, nene, que para vos también hay!
MARTÍN. -Pero, ¿por qué?
ROLO. -Porque a mí se me da la gana. (se pone en cuclillas y lo toma del cabello.) -Y metete esto bien en la cabeza: desde que te chupamos nos sos nada. Sos una cosa inútil y molesta. Ya nadie se acuerda de vos. Nadie. (le suelta el cabello con brusquedad.)
MARTÍN. -Mis abuelos nos van a buscar. Van a hacer la denuncia.(Rolo se incorpora lentamente, observa a Martín un instante y luego lanza una carcajada.)
ROLO. -Si te llegan a buscar, ¿vos creés que te van a buscar acá?
MARTÍN. -Van a ir a ver a un juez.
ROLO (vuelve a reírse). -Oíme, chiquito, ¿sabés cuántos abogados vi pasar por acá? Por ser militares, estamos por encima de toda la sociedad. La justicia somos nosotros. Nosotros somos Dios. (ríe.) -Prepárense, ratas.

(Sale Rolo. Susana se incorpora con dificultad hasta quedar sentada en el suelo.)

SUSANA. -¿Estás bien?
MARTÍN. -Me parece que sí. Me duele la cabeza.
SUSANA. -Ahora sí es el final.
MARTÍN. -¿Qué pasa?
SUSANA. -Nunca le había visto la cara a ese hijo de puta.
MARTÍN. -¿No?
SUSANA. -No, pero ahora no nos hizo poner el tabique.
MARTÍN. -¿Y qué tiene?
SUSANA. -No entendés, ¿no?
MARTÍN. -No.
SUSANA. -No importa.
MARTÍN. -Decime.
SUSANA. -No, olvidate.
MARTÍN. -Quiero saber.
SUSANA (con violencia). -¡Olvidate te dije, carajo!

(Martín se queda apichonado. Susana se siente culpable.)

SUSANA. -¿No querés sentarte?
MARTÍN. -No puedo.
SUSANA. -Dale, yo te ayudo.

(Ambos realizan movimientos hasta quedar sentados contra la pared del fondo, agitados y doloridos.)

MARTÍN. -Tengo sed.
SUSANA. -No hay nada para tomar.
MARTÍN. -¿No?
SUSANA. -No, sólo traen un poco de agua con la comida.
MARTÍN. -¿Qué dan de comer?
SUSANA. -Mejor no preguntes.
MARTÍN. -¿Tan fea es la comida?
SUSANA. -No es lo peor acá.
MARTÍN. -Si al menos tuviera mis revistas.
SUSANA. -¿Que te gusta leer?
MARTÍN. -Historietas.
SUSANA. -Ah.
MARTÍN. -¿Te gustan las historietas?
SUSANA. -No. ¿Sabés una cosa? Hace un tiempo trajeron acá a un tipo que escribía historietas.
MARTÍN (un poco entusiasmado). -¿Sí?
SUSANA. -Se llamaba... Héctor... Héctor no sé cuanto; tenía un apellido raro, medio inglés me parece.
MARTÍN. -¡Ya sé! Oesterheld.
SUSANA. -Sí.
MARTÍN. -Ese tipo es un genio. Hizo “El eternauta”.
SUSANA. -Me contó que lo trajeron porque con la revista les hacía la guerra a los milicos.
MARTÍN. -Pero si es de historietas. ¿Dónde está él?
SUSANA. -Se lo llevaron.
MARTÍN. -¿Adónde?
SUSANA. -No sé. A lo mejor lo mataron.

(Martín baja la cabeza.)

MARTÍN. -¿Te duele la nariz?
SUSANA. -Ya no me duele ningún golpe.
MARTÍN. -¿Vos tenés familia?
SUSANA. -Tenía.
MARTÍN. -¿Los mataron?
SUSANA. -A mi marido lo agarraron junto conmigo. No sé dónde está... Casi seguro que muerto.
MARTÍN. -¿Tenés hijos?

(Susana baja la cabeza y al rato contesta.)

SUSANA. -Me trajeron embarazada.
MARTÍN. -¿Y tu hijo?
SUSANA (comenzando a llorar). -No sé... no sé nada de él.
MARTÍN. -¿Cómo?
SUSANA. -No quiero hablar de eso.
MARTÍN. -Quiero que me cuentes.
SUSANA. -No, ¿para qué?M
ARTÍN. -Con mis amigos nos contamos los problemas y eso nos ayuda.
SUSANA (observa a Martín un momento). -Cuando me trajeron me golpeaban tanto, a cada rato. No les importaba mi bebé. Me torturaron tanto, que estuve a punto de abortar. Estaba de siete meses. Me hicieron una cesárea. Nunca lo pude ver, no sé si fue nena o varón.
MARTÍN. -¿Qué te hubiera gustado?
SUSANA. -Varón... como Luis.
MARTÍN. -¿Tu marido?
SUSANA. -Sí.
MARTÍN. -¿Por qué los trajeron acá?
SUSANA. -Él era militante de Franja Morada en la facultad. Radical. (se ríe amargamente.) -Es gracioso, yo me la pasé haciendo quilombo con la política, y nos traen solamente porque él manejaba el centro de estudiantes. De mí ni se enteran. No, si estos milicos son unos boludos... Pensar que él creía que el país estaba mal con los peronistas, y mirá ahora... Pero los dos teníamos en el fondo los mismos ideales: un país libre donde los jóvenes pudiéramos estudiar en paz. Odiábamos a los guerrilleros. No sabés lo que eran las facultades con ellos adentro. Una especie de sinrazón se había apoderado de la juventud y cada aula era una barricada. Nadie podía estudiar, nadie ponía orden. Emblemas subversivos por todos lados, profesores insultados y golpeados. Tiroteos. Bombas.

(Se abre la puerta y entra Rolo.)

ROLO. -¿Qué tal los compañeritos? (a Martín.) -Tu viejo no quiere cantar, che, y tu vieja no puede.
MARTÍN. -¿Está muerta? ¿Mi mamá está muerta?
ROLO. -No sé, todavía no se despertó de la trompada que le dieron en tu casa. (Martín comienza a llorar.) -Eso sí: tiene la jeta tan hinchada que no sabemos si era linda o fea. (a Susana.) -A ver vos, che, vení conmigo.
SUSANA (por lo bajo). -Dios mío.

(Rolo se acerca al balde.)

ROLO. -Estás meando sangre vos, ¿eh? Capaz que se te jodieron los riñones. Ya no servís ni para violarte. Bah, igual ya no importa.
SUSANA. -No importa, ¿no? ¿Por eso no tengo que tabicarme?
ROLO (se ríe). -Al final vas a resultar inteligente vos.
SUSANA. -¡Ah! Te diste cuenta que nosotros somos los inteligentes y ustedes los idiotas.

(Rolo se acerca amenazador a Susana.)

ROLO. -¿Qué dijiste?
SUSANA (irónicamente). -No me digas que vas a ser capaz de pegarme.
ROLO. -¡Negra inmunda! Yo te voy a enseñar a respetarme. (La toma de los pelos y la arrastra hacia el balde.) -¡Probá esto, a ver que te parece!

(Rolo le mete la cabeza en el balde a Susana y al cabo la saca casi ahogada. Martín se tapa la cara con las manos. Rolo vuelve a sumergirle la cabeza a Susana, y cuando la saca ésta cae al piso agitada y ahogada.)

ROLO. -¿Está rico? Y ahora vamos, que todavía no diste ni un solo nombre.
SUSANA. -Nunca voy a decir nada.
ROLO. -Hoy sí, te lo juro. Esta es una guerra y nosotros, los soldados de la patria, la vamos a ganar.
SUSANA. -Hasta en la guerra hay leyes que se respetan. Ustedes no son soldados, son basura.
ROLO. -Hoy vas a hablar.
SUSANA. -Nunca.
ROLO (levantando a Susana de la remera). -Veremos... vení, vení conmigo, guacha.

(Salen de escena. Puertas que se abren y se cierran. A poco de quedarse solo, Martín junta las manos en rezo y eleva la mirada.)

MARTÍN. -Dios, ¿por qué dejás que pase esto? No me abandones. No abandones a mis padres... ni a esta mujer que no sé como se llama. Dios, ayudanos. Yo siempre fui un buen hijo, un buen alumno. ¿Qué te hice? ¿Sabés cómo me duelen las piernas? ¿Escuchaste como gritaba mi papá? ¿Dónde estás, Diosito?

(Se siente un grito desgarrador de Susana. Martín comienza a llorar.)

MARTÍN. -¿Escuchaste eso? ¿Por qué pasan estas cosas? Vos sos bueno, no dejes que pasen...

(Otro grito igual.)

MARTÍN. -¡Dios! Ayudanos. Si yo soy monaguillo; mis padres siempre van a misa. ¿Qué te hicimos? Te rezo todas las noches. ¿Cuántos chicos de mi edad te rezan? ¿Cuántos se acuerdan de vos?

(Otro grito igual.)

MARTÍN. -¡Basta, por favor! Que no sufra más...

(Otro grito igual.)

MARTÍN. -La van a matar, Diosito; y también a mis padres... y a mí. ¡Hacé algo, por favor! Diosito, por favor, Diosito. (se abraza a sí mismo.) -Vos me vas a ayudar, ¿no es cierto? Sí, vos nos vas a ayudar. Mirá que yo confío en vos, ¿eh? (hace una pausa.) -No se la escucha más... no se la escucha más... ¿La mataron?

(Se escuchan puertas que se abren y se cierran. Rolo asoma medio cuerpo.)

ROLO. -¿Y, pendejo? ¿Escuchaste a tu amiguita?
MARTÍN. -¿Qué le hizo?

(Rolo ríe.)

MARTÍN. -¿La mataron?
ROLO. -No.
MARTÍN. -¿Dónde está?
ROLO. -Acá.

(Rolo ingresa a escena totalmente trayendo en vilo a Susana. Se ven en ella nuevas lastimaduras y manchas de sangre, sobre todo una muy grande en la entrepierna. Rolo la suelta y Susana cae al piso como un muñeco. Martín lanza un grito de espanto. Rolo ríe a carcajadas.)

MARTÍN. -¿Está muerta?
ROLO. -Casi.
MARTÍN. -¿Por qué le hacen esto?
ROLO. -Porque es una zurda inmunda. Y a vos te vamos a hacer lo mismo.
MARTÍN. -Pero, ¿por qué?(Susana comienza a quejarse quedamente por momentos.)
ROLO. -Porque los hijos de los zurdos son iguales a ellos. Los padres subversivos educan a sus hijos para la subversión. Hay que matarlos de chiquitos, porque llevan la mierda en la sangre.
MARTÍN. -Mis padres no son lo que usted dice.
ROLO. -¿Y vos cómo lo sabes, pendejo? Si nosotros te decimos que son zurdos, son zurdos.
MARTÍN. -Mis padres son personas comunes.
ROLO. -Si están acá, no. Acá hay subversivos, terroristas que quieren cambiar las instituciones de la patria por un sistema político inhumano, anticristiano y dependiente del extranjero. Y nosotros somos los encargados de limpiar el país de esta lacra. Los militares somos la única institución sana que que-da, y es nuestro deber resguardar los valores y la moral cristiana.
MARTÍN. -¿Matando?
ROLO. -A cualquier precio. Pero, ¿que te tengo que dar explicaciones a vos? Esperame tranquilito, voy a preparar todo y vengo a buscarte.

(Rolo comienza a irse.)

MARTÍN. -¿Cómo se llama?

(Rolo se vuelve.)

ROLO. -¿Quién?
MARTÍN. -Ella.
ROLO. -¿Y para qué querés saberlo? (Martín no responde.) -Se llama X96.

(Sale Rolo. Puertas que se abren y se cierran. Martín se arrastra con dificultad hasta Susana.)

MARTIN. -¿Me oís?... Che... (no hay respuesta. Martín la sacude suavemente.) -¿Me oís?
SUSANA. -Tranquilo, chiquito, soy dura. Me llamo Susana.
MARTÍN. -Estás muy mal.
SUSANA. -Sí.
MARTÍN. -Yo recé por vos.
SUSANA. -Gracias.
MARTÍN. -Y por mis padres. ¿Los viste?
SUSANA. -No.
MARTÍN. -Me dijo que ahora me va a venir a buscar a mí.
SUSANA. -¿Escuchaste a mi hijito?
MARTÍN. -No.
SUSANA. -Me llamaba, tenés que haberlo escuchado.
MARTÍN. -No.
SUSANA. -Me llamaba... mamá... mamá... Es varoncito, ¿sabés?, como Luis.
MARTÍN. -¿Dónde estaba?
SUSANA. -En la cuna que le compramos.
MARTÍN. -No puede ser. Susana, me va a venir a buscar, ¿qué hago?
SUSANA. -Rezá mucho.
MARTÍN. -¿Me van a matar?
SUSANA. -Rezá mucho.

(Martín comienza a llorar. Puertas que se abren y se cierran. Entra Rolo.)

ROLO. -Bueno, pendejo, te toca a vos.
MARTÍN. -Ella está muy mal.
ROLO. -¿Y a quién le importa?
MARTÍN. -Tiene que venir un médico.
ROLO. -Dejáte de hablar boludeces, ¿querés? Ella ya no sirve para nada. Pero vos sí servís. Tu viejo va a empezar a cantar todo en cuanto escuche sufrir a su hijito querido. Eso sí, con tu vieja no vamos a tener la misma suerte. Te doy la primicia: es fiambre.

(Martín empieza a llorar.)

ROLO. -¿Para qué llorás? No se perdió nada. Es una mujer, nada más.
MARTÍN. -¿Sabe una cosa? Mi mamá creía que los militares eran hombres honrados. Y a mí me gustaba Videla cuando hablaba. Mi papá nos decía que estábamos locos.
ROLO. -¿No te dije que es zurdo?
MARTÍN. -Ustedes van a pagar la muerte de mi mamá.
ROLO. -¿Y quién nos va a cobrar? ¿Vos?
MARTÍN. -Sí.
ROLO. -¿Así que sos machito?

(Rolo se acerca a Martín y lo levanta del piso por las solapas.)

ROLO. -A ver, machito, ¿qué me vas a hacer?

(Se miran un instante, y Martín lo escupe en la cara.)

ROLO. -¡Hijo de puta!

(Rolo lo empuja con fuerza y Martín cae al piso. Rolo saca un arma de la cintura y le apunta al corazón.)

ROLO. -¡Pedime disculpas! ¡Pedime disculpas de rodillas, pendejo de mierda!
MARTÍN. -¡No!
ROLO. -¡Hacelo! ¡Hacelo o te mato!

(Martín hace un esfuerzo y vuelve a escupir en dirección a Rolo sin alcanzarlo. Rolo dispara. Martín se desploma y muere.)

ROLO. -¡Pendejo de mierda! ¡A estos hay que matarlos a todos!

(Susana comienza a reírse débilmente.)

SUSANA. -Qué bien que estuvo...
ROLO. -¡Callate vos!
SUSANA. -Cómo te cagó, imbécil. Lo mataste y no pudiste torturarlo. No te dio el gusto de verlo sufrir.
ROLO. -¡Terminala o sos boleta vos también!
SUSANA. -Yo ya estoy muerta. Mil veces me mataron acá, hijo de puta, pero hoy me hicieron un gran favor. Yo estoy dejando de sufrir. Lo único que lamento es que no voy a estar para ver como les hacen pagar todo esto.
ROLO (riendo). -¿Pagar? ¿Quiénes nos van a hacer pagar, idiota?
SUSANA. -Algún día van a perder el poder, y van a pagar todo esto.
ROLO. -Mirá, pelotuda, llevate esta noticia a la tumba: puede ser que algún día no estemos más en el gobierno, pero el poder jamás lo vamos a perder. Seguramente no va a faltar algún loco idealista democrático que quiera juzgarnos, pero le vamos a hacer la vida imposible, y se va a tener que ir. El poder siempre será nuestro. Nadie se va a acordar de ustedes. Algún día los perejiles van a volver a votar, y nuestros hombres llegaran a ocupar ocuparán cargos en el poder político, serán intendentes, gobernadores y hasta es posible que alguno llegue a presidente. ¿Querés que te diga cómo? Votado por los perejiles, porque ellos no piensan, se creen cualquier cosa. Así que no te hagás ilusiones: solamente aquel que pacte con nosotros, que se subordine a nosotros, que somos el verdadero poder, solamente ese podrá gobernar muchos años tranquilo.
SUSANA. -Ojalá que no... ojalá que no... ojalá que no...

TELÓN

Me molesta (Cuento)

Desde que tengo floja una muela, todo me molesta. A veces la muela se infecta y me produce mucho dolor, y entonces todo me molesta más aun.
Me molesta que mi hija escuche música a todo volumen. La tengo que matar.
Me molesta discutir ferozmente con mi esposa. La tengo que matar.
Me molesta el ruido que hace con su moto mi vecino. Lo tengo que matar.
Me molesta mi perro que ladra sin cesar. Lo tengo que matar.
Me molesta que la perra de mi otro vecino esté en celo, haciendo que mi perro ladre. La tengo que matar.
Me molesta que mi jefe me haya despedido del trabajo, por faltar a causa de mi dolor de muela. Lo tengo que matar.
Me molesta deberle al almacenero, porque no tengo dinero desde que perdí el trabajo. Lo tengo que matar.
Me molesta, además del insoportable dolor de muela, tener la camisa manchada con tanta sangre. Me tengo que matar.
Ya nada me molesta.

Un gol a la vida (cuento)

Martín caminaba lentamente, arrastrando los pies, por la banquina de aquella ruta sin iluminación, bajo una noche lluviosa, sin la presencia de la luna.
Se dirigía a su casa, donde debía recoger un montón de documentación que necesitaba para el sin fin de trámites que le había dejado como saldo el día que estaba terminando.
Todo había comenzado por la mañana, en la clínica psiquiátrica donde él y su esposa habían dejado internada, tal vez definitivamente, a su hija veinteañera. Había sufrido una nueva crisis, pero esta vez muy grave. Hizo impactar su cabeza varias veces contra la pared, hasta quedar inconsciente, sólo porque el perro había manchado con barro su blusa blanca, al saltar sobre ella para hacerle fiestas.
Durante todo el viaje de regreso a casa, Martín y su esposa lloraron mucho. Una vez sentados a la mesa de la cocina, mate mediante como siempre, comenzaron a intentar tranquilizarse, convenciéndose mutuamente de que el final de Martita era éste, tarde o temprano.
De pronto, la esposa de Martín comenzó a sentir esos dolores de pecho tan temidos después de los cuarenta años. Se dobló sobre la mesa, mientras Martín saltaba hacia el teléfono. A los pocos minutos llegó la ambulancia. La colocaron en una camilla, y luego la subieron al vehículo, para partir raudamente hacia el hospital, mientras el médico hacía las maniobras de reanimación. Martín, desesperado y como maniatado, asistía a la lucha desigual que su mujer, el amor de su vida, sostenía con la muerte. Cuando llegaron al hospital, había fallecido.
Martín nunca supo como llegó desde la ambulancia a aquel frío banco de hospital donde se encontraba sentado ahora, esperando no sabía qué. Sólo le habían dicho que esperara.
Permaneció así, casi desmayado, durante varios minutos, hasta que unos musicales timbrazos lo fueron trayendo de a poco a la realidad. Su teléfono celular llamaba. Lo quitó de la funda de su cintura, y lo miró como si fuese un objeto extraño en su vida. Respondió a la llamada. Una voz lejana, que llegaba desde unos ciento cincuenta kilómetros de distancia, le informaba de manera fingidamente compungida, que su madre acababa de morir en el geriátrico donde se alojaba. Escuchó y sin responder, cortó la llamada.
Se levantó mecánicamente del asiento, y comenzó a caminar desde el pueblo hacia su casa. De pronto, tomó conciencia de que necesitaba buscar la documentación de su esposa, de su madre, hacer llamadas telefónicas. Cuando ya estaba sobre la ruta que lo llevaba a su hogar, comenzó a llover. Por primera vez en su vida no le importó mojarse ni embarrarse los zapatos.
Comprendió que se había quedado absolutamente solo en el mundo. Alzó la vista del pavimento, y vio dos potentes luces que se acercaban rápidamente hacia él, dándose cuenta entonces que se había desviado de la banquina, y caminaba por el medio de la ruta. Se detuvo, elevó los brazos hacia el cielo, creyó ver a Dios, y sonrió.
Víctor siempre había sido el tonto del pueblo. Su padre era camionero y cuando falleció, Víctor heredó el camión.
Merced a unos amigos de la infancia que hoy en día eran funcionarios municipales, consiguió, a pesar de su retardo, el registro de conducir. Y se dedicó a vender por los barrios aves de corral. Se pasaba el día voceando su mercadería a través de un altavoz, y cuando caía la noche volvía feliz al pueblo, manejando a toda velocidad, mientras escuchaba música en la radio de su camión.
Esa noche llovía, pero eso no le impedía a Víctor circular a la misma velocidad de siempre, escuchando música. De pronto, divisó a lo lejos, a través de la cortina de lluvia, la figura de un hombre parado en el medio de la ruta, con los brazos abiertos, mirando al cielo y sonriendo. Se preguntó qué clase de loco fanático era ese, capaz de gritar un gol de esa manera, y que partido de fútbol importante se estaría jugando. Intrigado, desvió la mirada hacia la radio y se dispuso a cambiar de estación, olvidándose que el hombre seguía allí, parado en el medio de la ruta.
Los funcionarios amigos de Víctor presionaron sobre el juez, para que cerrase el caso como suicidio... Y no se equivocaron.

Cronología en común (Cuento)

21.00.00 hs.

Raquel comienza a preparar la cena, pensando orgullosa que pronto su hijo volvería de su primer día de trabajo. Con tan sólo dieciocho años y recién egresado de la escuela secundaria, había conseguido un puesto administrativo en la fábrica de envases plásticos que estaba al otro lado de la vía.
Marcelo acostó a su hijo de dos meses, y se dirigió a la cocina, dispuesto a aprontar la comida a la espera de su esposa, secretaria ejecutiva de la fábrica de envases plásticos.
Romina terminó de rellenar empanadas, volcó aceite en una sartén y comenzó freírlas, sabiendo que su madre no tardaría en regresar de su trabajo de empleada de limpieza en la fábrica de envases plásticos.
Fermín decidió que no cenaría, pero que sí tomaría un trago más, seguro de poder cumplir con su trabajo de todas maneras.
Manuel miró hacia las estrellas, mientras realizaba su monótono trabajo. Pensó en Paula, su esposa, y en los mellizos, y deseó que terminara pronto la jornada de trabajo, para reunirse en casa con ellos.

21.30.00 hs.

Martín escuchó el silbato de la fábrica que indicaba el final del día laboral. Ordenó rápidamente los últimos papeles de su escritorio, y se dirigió al reloj para fichar la salida, feliz de haber concluido su primer día de trabajo sin novedad.
Andrea, concentrada totalmente en ordenar la agenda de su jefe para el día siguiente, se sobresaltó cuando oyó el silbato. Se incorporó, tomó el sacón del perchero, y se despreocupó automáticamente de su trabajo, dando lugar en su mente a su hijo de dos meses y a su amado esposo, que seguramente ya había acostado al niño, y estaba preparando la cena.
Al momento de accionarse el silbato automático que indicaba la salida, Rosa ya estaba lista. Se había quitado el guardapolvo celeste y había guardado todos los artículos de limpieza en el armario. Deseando que su hija quinceañera estuviera bien, algo que la preocupaba durante todo el día, se dirigió apresuradamente a fichar su tarjeta.
El sonido del silbato llegó lejanamente a los oídos de Fermín, que luchaba infructuosamente para no quedarse dormido. Unos minutos después caía en un profundo sueño, y no escuchaba el timbre del teléfono de su oficina.
Manuel seguía mirando las estrellas y pensando en su familia.

21.40.00 hs.

Martín, Andrea y Rosa llegaron a la vía conversando animadamente y se dispusieron a cruzarla.
Fermín seguía durmiendo.Manuel dejó de lado las estrellas y su familia, para concentrarse en una de las pobres variantes que le ofrecía su trabajo.

21.41.00 hs.

Martín, Andrea y Rosa, acababan de cruzar el primer durmiente de la vía, cuando vieron la luz que se les venía encima.Fermín seguía durmiendo.
Manuel divisó tres sombras que se acercaban velozmente.

21.41.05 hs.

Martín, Andrea y Rosa eran una masa sanguinolenta y esparcida debajo del segundo vagón de la formación.
Fermín seguía durmiendo en su oficina de guardabarreras.
Manuel, después de accionar tardíamente el freno de la locomotora, estaba temblando.

22.00.00 hs.

Raquel sonreía pensando que a su hijo no le había costado hacer amistades en su nuevo trabajo, ya que estaba demorado su regreso.
Marcelo, intranquilo por la tardanza de Andrea, se asomó a la ventana para escudriñar la noche cerrada.
Romina pensaba, con disgusto, que otra vez a su madre le habían encomendado una limpieza de último momento.
Fermín era subido a un patrullero.
Manuel se reponía de un desmayo, ayudado por el médico que llegó con la ambulancia de emergencias.

Fealdad exclusiva (Cuento)

Desde su ingreso al jardín de infantes, Mariela se había destacado por ser las más fea de todos los cursos escolares por los que había pasado.
Había llegado al cuarto año de la secundaria, y la fealdad que en los primeros años de estudio había sido un suplicio, debido a las crueles bromas de sus compañeros, se había convertido en un motivo de orgullo para ella, ya que esa misma fealdad la había convertido en simpático centro de atención de sus camaradas, llegando a ser la más cuidada y la más querida del grupo.
Pero este cuarto año se proyectaba diferente en la mente de Mariela: un grupo de chicas igualmente feas había ingresado al curso. Sintiendo que perdía protagonismo, hizo todo lo posible por afearse aun más. Se cortó el cabello muy corto y desparejo, mantuvo su cuerpo y su ropa lo más sucios que podía soportar, y adelgazó hasta convertirse en un esqueleto ambulante.
Pero estas tácticas no dieron resultado, las bromas y el cariño de sus compañeros se repartían irremediablemente entre todas las feas por igual. Para colmo, había una compañera, María Sol, del grupo de las bonitas, que sintiendo lástima por ellas se empeñaba en reunirlas en una especie de clan, y las elogiaba para que se sintieran lindas como las demás. Las feas adoptaron enseguida a María Sol como líder, pero Mariela la odiaba. Ella no quería sentirse linda, quería ser la única fea, la más querida del grupo por ese motivo, como siempre.
Un sábado de junio, invitó a todas las feas y a María Sol a pasar el fin de semana en su casa. Todas concurrieron halagadas. Durante todo ese sábado, compartieron juegos, oyeron música juntas, bailaron, se contaron sus más íntimos secretos. Mariela pudo comprobar algo que intuía: la mayoría de las chicas, a diferencia de ella, eran muy fumadoras, sobre todo María Sol. Se sintió feliz por esta comprobación, indispensable para llevar a cabo su plan. Luego de cenar en compañía de los padres de Mariela, y cuando éstos se retiraron a dormir, las chicas decidieron quedarse a conversar en la cocina. Mariela hizo café, y el resto propuso comprar galletitas dulces para compartir. Reunieron dinero entre todas, y Mariela sintió que había llegado su momento. Dijo saber de una despensa que no cerraba hasta muy tarde y se ofreció a ir a comprar.
Salió a la calle, y deteniéndose un instante en el umbral, aspiró profundamente absorbiendo el fresco aire de la noche.
Sus compañeras, mientras tanto, continuaban chismoseando alegremente en la cocina. Unos veinte minutos después, María Sol propuso fumar y convidó cigarrillos a todas, y sacó su encendedor para ofrecer fuego.
En ese mismo momento, Mariela, ya alejada varias cuadras de su casa, caminaba repasando mentalmente si no se había olvidado de abrir alguna de las llaves de gas de la cocina. Desde su casa llegó la confirmación bajo la forma de una tremenda explosión. Apenas tuvo un recuerdo triste para sus padres, pero se contentó sabiendo que habían muerto mientras dormían, sin sufrimiento.
A partir de ese día, Mariela volvió a ser la más querida y popular entre sus compañeros, tanto como odiaron a aquel grupo de feas y a María Sol, por haber sido responsables, con su imprudencia, de dejar huérfana a Mariela.

El virtuoso (Cuento)

Cuando salimos del pub estábamos eufóricos, el mundo se nos presentaba como un lugar maravilloso para vivir, y nunca hubiéramos imaginado lo que sucedería después. Todos habíamos bebido mucho, muchísimo, y estábamos muy borrachos. Pero Marcelo lo estaba de tal modo, que hasta nosotros nos dábamos cuenta.
Tal vez el motivo justificara nuestra borrachera, al fin de cuentas éramos flamantes profesionales universitarios. Todo lo que siempre habíamos anhelado, lo podríamos lograr a partir de aquel día.
No obstante, la actitud de Marcelo nos extrañaba, ya que él era para nosotros un símbolo de todo lo bueno que hay en este mundo, a punto tal que durante todos los años de facultad que pasamos juntos, no pudimos aceptarlo como uno de los nuestros. Él encarnaba la bondad suprema, la honradez, la abnegación. Siempre lo sentimos diferente de nosotros a causa de sus virtudes, y el mínimo contacto con él nos hacía sentir doblemente nuestras miserias, nos hacía avergonzar. Era un alumno brillante y se había recibido con honores, estudiando prácticamente solo durante toda la carrera, mientras nosotros armábamos y desarmábamos grupos de estudio buscando encontrar la mejor manera de pasar los exámenes con el menor esfuerzo. Casi todas estas reuniones de "estudio" terminaban en charlas inconducentes, con los hombres hablando de mujeres, las mujeres hablando de hombres, y todos hablando de sexo, y hasta algunas veces practicándolo. Todo ello regado con incontables litros de toda clase de bebidas alcohólicas, muchos de los cuales terminaban derramados sobre los apuntes que deberíamos estar estudiando.
En cambio, Marcelo se sumía en el estudio en completa soledad, aislado de todo y de todos. Ni siquiera compartía con nosotros un café a la salida de la facultad y, para ser sincero, todos nos alegrábamos por eso. No nos agradaba su compañía.Luego, los resultados saltaban a la vista: notas brillantes para él, aprobación a duras penas para nosotros.Jamás le conocimos una novia, ni siquiera una relación ocasional con alguna mujer. No tardó a comenzar a correr el rumor entre nosotros, sobre su eventual homosexualidad, pero la teoría fue desechada al cabo de un tiempo por falta de sustento. No había mujeres en su vida, ni nada que tuviera que ver con el sexo.
Algunos de los nuestros que alguna vez se acercaron a él por simple curiosidad, tratando de escudriñar su vida privada, llegaron a saber por su propia boca, que concurría diariamente a misa, que gustaba del ajedrez y se dedicaba a analizar las partidas de los grandes maestros. También pudieron saber que sus vacaciones consistían en ir a misionar con un grupo católico de scouts a lejanos pueblos de provincia, allí donde la miseria era extrema y la ayuda raras veces llegaba. No gustaba del cine ni del baile, y en lo que respecta a la música, sólo escuchaba la de cámara mientras estudiaba. Sentía un gran amor por los animales, y compartía su vivienda con una gran cantidad de perros a los que cuidaba con esmero, los que constituían su única familia.
Por todo ello nos extrañaba verlo así aquella noche, tanto como nos extrañó que aceptara nuestra invitación para unirse al festejo. Una invitación hecha con desgano, sólo en nombre de los años de facultad compartidos, y sabiendo de antemano que la rechazaría. Sin embargo, ante nuestros emisarios esbozó su habitual, franca, bondadosa y detestable sonrisa, y aceptó encantado el convite.
Esto nos puso a todos de mal humor, ya que no queríamos un aguafiestas entre nosotros, y hasta planeamos darle una dirección equivocada del lugar, con tal de no contarlo entre los presentes. Al fin decidimos que la suerte estaba echada, y nos resignamos.
Concurrió puntualmente a la cita, ocupando una silla vacía en un extremo de la amplia mesa. La primera sorpresa fue cuando hizo su pedido al mozo. Hubiéramos apostado cualquier cosa a que consumiría algo así como leche o granadina, pero encargó los mismos tragos que tomábamos nosotros, todos de una alta graduación alcohólica.
Permaneció en silencio toda le velada, bebiendo y sonriendo con cada una de nuestras anécdotas. Nadie intentó hacerlo participar, y tampoco él parecía interesado en que eso sucediera. Sólo bebía y sonreía en silencio.
Cuando el sueño y el cansancio comenzaron a hacer mella en nosotros, y las historias perdieron interés, decidimos irnos.
Marcelo salió junto con nosotros, y ahí fue cuando tomamos conciencia de lo mucho que había bebido, al verlo tratar de avanzar luchando a duras penas con movimientos descontrolados y torpes. Iba delante de nosotros, bamboleándose y sonriendo como recordando todo lo que se había hablado esa noche.
Nos fuimos retrasando con respecto a él, hasta que se alejó casi media cuadra, mientras nos regocijábamos con comentarios groseros y burlones sobre su estado.
Al cabo de un tiempo, observamos que se acercaba hacia nosotros uno de esos chicos de la calle que se dedican a vender ramilletes de flores en lugares públicos. Cuando llegó a la altura del encuentro con Marcelo se produjo una graciosa situación, ya que era tal la borrachera de éste, que circulaba de un extremo al otro de la vereda, y el niño no conseguía pasar. Finalmente, chocaron de frente el uno contra el otro, y el pequeño cayó de espaldas, mientras Marcelo continuaba su incierto camino.
Cuando llegamos al lugar donde había caído el chiquillo, lo encontramos con la nariz ensangrentada, sollozando. Al preguntarle si se encontraba bien, nos miró con ojos espantados, se puso de pie a duras penas y mientras se alejaba de nosotros balbuceó que el hombre con el que había tropezado lo golpeó con el puño en la nariz. Incrédulos, pensando que se trataba de un error, lo vimos alejarse.Marcelo se había alejado aun más, de forma tal que apretamos el paso hasta alcanzarlo, sin dejar de pensar en las palabras del niño. Comenzamos a mirarlo de soslayo, todos en silencio, mientras caminábamos a su lado. La sonrisa de Marcelo se había acentuado.Por fin llegamos a la estación donde debíamos abordar el tren. El andén aparecía despoblado, a excepción de una anciana y nosotros.
Nos desparramamos en los asientos de la sala de espera, mientras Marcelo hacía lo propio, elegantemente, en el borde de uno de ellos. La anciana nos observó un momento entre curiosa y asustada, y luego inclinó la cabeza sumiéndose en sus propios pensamientos.
Al cabo de un tiempo arribó el tren, con sus ruedas ejecutando la habitual y monótona melodía. Frenó con un bufido, y todos nos acercamos a la puerta de uno de los vagones, subiendo desordenadamente. Marcelo fue el único que recordó las normas de cortesía, colocándose detrás de la anciana para cederle el paso. Igual que en la sala de espera, nos ubicamos desmañadamente en los asientos. Al instante, el tren arrancó con un tirón y sentimos bajo nuestros pies una especie de pequeños saltos provenientes de las ruedas del vagón. El tren frenó un momento, pero luego reanudó su precisa y despreocupada marcha. Marcelo se había sentado al final del vagón, y miraba por la ventanilla con una permanente sonrisa dibujada en sus labios. La anciana no estaba en nuestro vagón.
Cuando el tren se detuvo en la estación siguiente, vimos correr al jefe de estación hacia la locomotora. Nos asomamos con curiosidad por las ventanillas, y alcanzamos a ver al hombre discutiendo acaloradamente con el maquinista. Al cabo de un rato, ambos subieron al primer vagón y no tardaron en llegar al nuestro, seguramente el único con pasajeros, salvo por la anciana.
Antes de que empezaran a hablar, comprendimos por la expresión de sus rostros que nada bueno pasaba. Desordenadamente nos explicaron que en la estación anterior, en la cual habíamos subido, una anciana había sido arrollada. Nos preguntaron si habíamos visto a la mujer, a lo cual todos respondimos que sí, y algunos recordaron el extraño traqueteo al comienzo del viaje. El maquinista coincidió en que también había sentido algo raro, y que en un primer momento detuvo la marcha, pero luego supuso que se trataría de algún perro vagabundo, y decidió continuar la marcha.
Mientras decía esto, el andén se pobló de policías, algunos de los cuales no tardaron en subir a nuestro vagón, que efectivamente era el único que llevaba pasajeros. Luego de conversar con el jefe de estación y con el maquinista, dos de ellos se llevaron a este último detenido, y el resto se acercó a nosotros, informándonos uno de los uniformados que debíamos acompañarlos a la comisaría para declarar en calidad de testigos.
Resignados a nuestra suerte, fuimos bajando uno a uno, salimos de la estación y nos fuimos acomodando en los patrulleros, mezclados con los policías. En la comisaría, cada uno de nosotros hizo su declaración, y fuimos quedando en libertad. Nos fuimos reuniendo en la puerta de la comisaría, y una vez que hubo salido el último, comenzamos a caminar con rumbo incierto, en un barrio extraño y con un agotamiento espantoso. Los varones caminábamos encabezando la marcha, y las chicas venían detrás.
Desde el momento en que habíamos visto correr al jefe de estación, todos nos habíamos olvidado de Marcelo; incluso en nuestras declaraciones, a ninguno se le ocurrió mencionar que él había sido el último en subir al vagón, y que se había colocado detrás de la anciana para cederle el paso.
Un perro vagabundo pasó a nuestro lado en dirección contraria, sin que ninguno de nosotros le prestase demasiada atención. Pocos segundos después, oímos un gemido estremecedor rompiendo el silencio de la noche, y todos nos volvimos sobresaltados.
A pocos metros de nosotros estaba Marcelo, con el perro tendido a sus pies, agonizando entre espasmos, mientras abundante sangre corría por la vereda llevándole la vida. En la mano derecha de Marcelo se destacaba el brillo de una navaja. Su rostro no había perdido la sonrisa, y sus ojos se posaron en cada uno de nosotros. Al fin, dijo:-Todos estos años los he dedicado a estudiar, para formarme y crecer. Lo que no pude aprender fue a desenvolverme en esta sociedad, manejada por personas como ustedes. Después de la reunión de esta noche, donde he escuchado sus historias, ya sé como hacerlo.
Giró sobre sus talones sin perder la sonrisa, y se alejó lentamente de nosotros.
Nunca más volvimos a saber de él.

Caperucita roja (Cuento)

Caperucita observó en silencio a su madre. Comprendía lo que estaba pensando. Su abuela había enfermado gravemente y vivía muy lejos de allí. Para colmo, para llegar hasta su casa debía atravesarse el bosque.
La madre de Caperucita se afanaba en la cocina, tratando de terminar a tiempo unos pastelitos para enviar con Caperucita a la enferma. Quería que su hija saliera enseguida, de forma tal que pudiera regresar antes del anochecer, y evitar así los peligros del bosque.
Una vez que hubo acabado, colocó los pastelillos en una primorosa canasta, los tapó con un mantel impecable, y le entregó todo a Caperucita, colmándola de recomendaciones para el camino.
Partió la niña alegremente, contenta en cierta forma de poder hacer algo diferente, aventurero, y de paso poder ayudar tanto a su madre como a su abuela.
Se fue internando cada vez más en el bosque, recogiendo flores a su paso para regalárselas a su abuela al llegar.
Finalmente llegó a su destino. Golpeó reiteradamente la puerta de la blanca casa, pero nadie le respondió. Suponiendo que su abuela estaría durmiendo, decidió ingresar a la casa de todos modos. La recibió una pulcra sala de estar donde se sentó un momento a descansar, para luego dirigirse al dormitorio. A medida que se acercaba a la habitación, comenzó a escuchar cada vez más fuerte unos bufidos que la alarmaron sobremanera, ya que los asoció con el sonido de la respiración esforzada de su abuela. Cuando ingresó al dormitorio, se quedó paralizada de espanto.Sobre la cama yacía su abuela, ya muerta, pero no a causa de su enfermedad. Su cuerpo estaba totalmente destrozado y de cada parte manaba abundante sangre. Desparramados por el piso había trozos de toda clase: de hígado, riñones, corazón, intestinos, pelos, piel, carne, y todo lo imaginable que compone un cuerpo humano. Pero lo que colmó el horror de Caperucita, fue comprobar que el causante de todo aquello estaba allí. Un lobo, un lobo amenazante, agazapado, dispuesto a saltar sobre ella en cualquier momento.
Cuando ya se creía perdida, la puerta se abrió violentamente. El lobo retrocedió instintivamente al ver la imponente figura del leñador. Éste aprovechó la duda del cánido y adelantándose, separó la cabeza del cuerpo del infeliz animal con un certero hachazo.
El hombre tardó un instante en recuperar el aliento. Lentamente fue reconociendo el lugar hasta fijar su mirada en la figura de Caperucita, que lo miraba con ojos agradecidos. Una sonrisa comenzó a dibujarse en el curtido rostro del leñador, mientras comenzaba a acercarse a la niña. Cuando Caperucita comprendió, ya era tarde; el peso del hombre sobre ella era demasiado para resistir. Luego, sólo el dolor vergonzante de la violación.
Cuando el leñador sintió el último suspiro de Caperucita, se incorporó. Estaba satisfecho sexualmente, pero ahora sentía hambre nuevamente. Por suerte, todavía quedaban algunos restos de la vieja, aquellos que el lobo no le había podido robar.

Resurrección (Cuento)

Abrió los ojos y una rara sensación lo invadió instantáneamente. Hizo tremendos esfuerzos por recordar qué había sucedido, tratando de traer algo a su mente vacía. Poco a poco fue tomando conciencia, fue recordando. Se había muerto, lo estaban operando de un tumor cerebral y se había muerto en el quirófano. Al recordar esto, se extrañó de no sentir ningún dolor en la cabeza, habían desaparecido esos dolores que lo volvían loco y que lo habían llevado a realizar una consulta médica. Los médicos le dijeron que tenía un tumor cerebral, que tendrían que operarlo de urgencia, y al día siguiente estaba en el quirófano. Y se había muerto allí.
Trató de identificar el lugar donde se encontraba. Notó que estaba acostado y sintió un gusto particular en la boca, gusto a tierra húmeda. Evidentemente, lo habían enterrado. Pensó con amargura que no estaba en un ataúd, sin dudas una idea de su detestable esposa, que ni siquiera le permitió una última morada digna.
Intentó incorporarse, y le sorprendió la facilidad conque podía hacerlo. Se deslizó hasta asomar la cabeza fuera, y se encontró con una noche plácida, un cielo plagado de estrellas y una suave brisa que benefició su rostro. Con poco esfuerzo sacó el resto de su cuerpo de la tumba y se quedó tendido en el suelo, que ostentaba en toda su superficie unas extrañas plantas del tamaño de arbustos, conformadas por unas hojas delgadas todas, exactamente iguales.
De pronto sintió pasos, y divisó a lo lejos las siluetas de dos hombres que se acercaban conversando animadamente. Se sintió invadido por una inmensa felicidad ante la inminencia de estar nuevamente en contacto con la humanidad, luego de la pesadilla de la que acababa de despertar. Intentó llamar la atención de los hombres, pero fue incapaz de articular palabra alguna, sólo un extraño chillido, apenas audible, salió de su boca. Volvió a intentarlo una y otra vez, pero inútilmente. Los hombres ya estaban muy cerca de él, y entonces creyó que una nueva pesadilla comenzaba, porque aquellos dos sujetos eran enormes, de una altura superior a los veinte metros, y para colmo no parecían verlo. Volvió a intentar llamarles la atención, sin conseguir hablar ni gritar, solamente articulando ese tonto chillido.
Recién comprendió cuando era demasiado tarde, la suela de la bota de uno de aquellos hombres se inclinaba hacia él como una enorme pared derrumbándose. Miró desesperadamente a su alrededor y entonces vio su cuerpo, y comprendió. Aquellos hombres tenían una altura normal, los arbustos de hojas iguales eran pasto, y él había muerto. Sí, había muerto y reencarnado... en una hormiga.

Resentimiento (Cuento)

El hombre caminó por el estrecho callejón rumbo a la avenida. Era su hora de salir, hora en la que nadie circulaba, hora de extraños ruidos y silencios. La hora apropiada.
El andar silencioso de sus pies descalzos le daba un aire casi fantasmal a sus desgarbados movimientos. Al llegar a la avenida, el raudo pasar de un solitario vehículo lo estremeció, paralizándolo.
Masticando una imprecación, comenzó a andar. Apretó fuertemente la empuñadura de su navaja, mientras pensaba que alguien se encontraría muy pronto con el frío de la corta hoja de su arma.Caminó sin cesar infinidad de cuadros durante dos largas horas. Aburrido, comenzó a contar baldosas hasta que, de pronto, se llevó por delante algo duro. Atontado por un instante, pudo luego comprobar que se trataba de la parada de un colectivo. Una parada nueva, sin duda, ya que no recordaba que hubiese estado allí antes.
Pensaba en esto, cuando a sus espaldas escuchó pasos que se acercaban, pasos de mujer, suaves pero seguros. La mujer se detuvo detrás de él, y con una dulce voz le preguntó si allí paraba el colectivo 15.
Graznó un "sí, señorita", mientras se volvía midiendo la distancia exacta que lo separaba de la muchacha, mientras su puño derecho aferraba vigorosamente la navaja. Estiró su brazo izquierdo y la mano se cerró sobre la garganta de la mujer. En un instante, accionó el resorte de la navaja y la hoja saltó hacia adelante. La mujer intentó una débil resistencia, y dos navajazos certeros le hicieron saltar ambos ojos, los cuales cayeron en la vereda con un sordo cloqueo.
El hombre soltó a la infeliz muchacha, que ya desvanecida de dolor y espanto, se estrelló contra el piso. Luego se puso de rodillas, y comenzó a tantear la vereda hasta encontrar los globos informes que momentos antes eran un hermoso par de ojos verdes. Los sopesó mientras se erguía, y después los arrojó lejos con todas sus fuerzas.
Silbando una vieja canción comenzó a caminar. Se sentía feliz: su objetivo se iba cumpliendo. Él era ciego. Todos lo serían.

Triste vejez (Cuento)

Era un viejo actor de segunda que siempre había vivido tratando de destacarse. Claro, le faltaba lo más importante: el talento. Entonces vendió su alma al diablo, pero tratando al mismo tiempo de quedar bien con Dios.
Se convirtió en el soplón de los poderosos que podían servir a sus fines, y no reparó en los medios para complacerlos.Así, finalmente logró su objetivo: fue convocado para actuar, y de protagonista. Justamente él, que había sido echado por incapaz de más de un lugar; justamente él, al que ninguno de sus colegas quería, por haber sido víctimas cada uno de ellos de sus intrigas.
Creyó haber tocado el cielo con las manos; por fin podría vanagloriarse de algo delante de su familia, que jamás lo había tomado en cuenta, y lo menospreciaba permanentemente.
Pero el talento seguía faltando, y no podía componer personajes, salvo aquellos que tenían que ver con su propia personalidad: un viejo dominado, un falso o un represor. Los poderosos ya no sabían qué hacer con él, pero se sentían comprometidos por los favores recibidos. No era para menos: él les había entregado en bandeja de plata las cabezas de los humildes que necesitaban trabajar, para que hicieran con ellas lo que más les conviniese.
Mientras tanto, se vanagloriaba de sus dotes de moral ante sus amistades sin comprender que, poco a poco, se iban dando cuenta de la realidad.
Finalmente se fue quedando solo, sus amigos se alejaron de él, a los poderosos ya no les fue útil, su familia tomó otros rumbos, y un día murió. Solo, sin un reconocimiento, ni el más pequeño.Cuando encontraron su cadáver, en la cama matrimonial que hacía años no podía compartir, lo único que había a su lado era un libro de Mussolini, su héroe sin alma, a quien siempre había admirado, y al que nunca pudo imitar, ni siquiera en lo malo.

El desafío (Cuento)

Elegante como nunca: saco azul, pantalón gris, camisa blanca, corbata al tono, zapatos negros impecablemente lustrados.
Después de muchos días de confusión y desorden, su mente se encontraba alerta, lista para enfrentar el momento. Fueron largos días de preparación, en los cuales apenas había dormido y menos se había alimentado. Días de estimulantes y sedantes, de café y aspirinas.
Por primera vez se sentía listo. Otras veces ya había fracasado, y en los últimos días creyó muchas veces que volvería a sucederle lo mismo.Pero el momento había llegado. Con gran serenidad tomó asiento y esperó. Al cabo de un rato tenía ante sus ojos el motivo de sus desvelos. Sintió que se le nublaba la vista, su mente se puso en blanco; no podía creer que le estuviera pasando esto después de tantos esfuerzos, de tantos sacrificios. Se levantó como un autómata y salió al patio en el que tantas veces había sido feliz. Lo atravesó con la cabeza gacha, apretando el paso nerviosamente, los ojos llorosos.
Cuando entró en el amplio baño, en un último rapto de lucidez abrió una canilla y metió la cabeza debajo. El estómago se volvió piedra, y vomitó sintiendo que se vaciaba totalmente por dentro.
Se dirigió hacia las duchas y entró en uno de los compartimientos. Miró hacia arriba, estudiando la forma de trepar por el tabique de cemento que separaba este compartimiento del siguiente. Finalmente lo logró, se sentó agotado en la cima y tomó uno de los extremos de su impecable corbata. Con gran esfuerzo consiguió anudarlo fuertemente en el reluciente caño de la ducha. Vaciló unos instantes, tal vez midiendo la resistencia del caño, y se arrojó.
Su primer pensamiento fue de alivio al comprobar que el caño había resistido. Apenas unos segundos después, todo fue reemplazado por una tremenda sensación de ahogo; sintió que sus pulmones iban a estallar, abrió desesperadamente la boca buscando oxígeno, y su último pensamiento fue que nunca había entendido Geografía, que jamás la aprobaría, y que sus padres nunca lo perdonarían.

El hombre pequeño (Cuento)

-¿Podría ser en este lugar?

Willy Feoso nació en un país bananero, en un pueblito más bananero aun que el propio país.
Tuvo la suerte y la desgracia de ser hijo único, ya que como todos saben, este hecho tiene sus pro y sus contras. En su caso particular, recibió todo lo negativo de dicha situación.
Sus padres eran ya mayores cuando lo concibieron, y conformaban un matrimonio plagado de infelicidades. El padre, Aniceto, era un humilde obrero dominado por su esposa, la cual siempre le recriminaba que todo lo que tenían se lo debían a la caridad de su familia, ya que él era un don nadie. Él nunca fue capaz de imponerse, aun sabiendo que el escaso patrimonio de su familia política había sido obtenido mediante estafas y expropiaciones dolosas.
Rosa, la madre de Willy, tomó su educación en forma exclusiva, sobreprotegiéndolo de una manera agobiante, haciendo de él un niño introvertido, cobarde, sin amigos, incapaz de tomar decisión alguna, y terriblemente infeliz. Claro que la única figura masculina, su padre, prácticamente no existía. Sólo la enfermiza obsesión de su madre, agravada por la influencia que ejercían sus dos tías -una abogada y lesbiana, la otra parásito de la familia y alcohólica-; y su abuela materna, una anciana autoritaria, que detestaba a la madre de Willy porque no había podido mantenerla soltera como a las otras hijas. Todas mujeres con algún tipo de problema psiquiátrico. Triste destino.-

¿Podría ser en este lugar?

Durante su educación primaria y secundaria sufrió el rechazo de sus compañeros hacia sus actitudes, siempre emparentadas con el aislamiento. Las pocas veces que salía de él, era para acusar de alguna travesura a sus camaradas de estudio ante los docentes. Nada podía confiársele, ya que todo iba a parar a los oídos de maestros y profesores. Para colmo de males, concurría a un colegio católico de costumbres más propias de la época de la inquisición que de la actualidad, donde estas prácticas delatoras eran muy bien vistas por los sacerdotes que lo dirigían.
Willy vivió una niñez sin niñez y una adolescencia sin adolescencia. Nunca le hacían faltar nada, y tenía lo que necesitaba aun antes de pedirlo, lo que lo transformó gradualmente en un perfecto inútil.
Finalmente, llegó el momento de planificar su educación universitaria, y en esto también privó la influencia de la familia materna: sería abogado como su tía Palmira. Una carrera fácil de estudiar para alguien con pocas luces.
Aprovechó la circunstancia de tener que estudiar en la capital para tratar de independizarse un poco, y se fue a vivir solo. Intentó armarse de un grupo de amigos, pero ya era tarde para remontar su debilitada personalidad y su frágil carácter. Muy pronto fue el "punto" del grupo, el "pajuerano" entre los capitalinos, que lo despreciaban y lo utilizaban para que pagara los gastos de las juergas.
Destruido, volvió a la casa de sus padres, y continuó estudiando mientras trabajaba en el estudio de la tía Palmira, que lo tenía como mandadero, y donde fue aprendiendo la parte más vil de la profesión, de acuerdo al manejo de los casos que hacía su pariente, en connivencia con el juez de paz del pueblo. Pueblo chico, infierno grande.

-¿Podría ser en este lugar?

Al fin se recibió de abogado, y creyó que había llegado el momento de asociarse con su tía. Sin embargo, ésta no lo tuvo en cuenta en absoluto, y continuó siendo el pinche del estudio. Con algunos ahorros que tenía volvió a la capital a tentar suerte, esta vez en su profesión. Alquiló un departamentito de un ambiente en un edificio de oficinas cerca de los tribunales, y allí montó un precario estudio. Nuevamente la capital le fue esquiva, y al poco tiempo debió cerrarlo para continuar trabajando de pinche en su pueblo.
Entretanto, había conseguido ponerse de novio con una chica poco agraciada de su pueblo, cuyo único interés se centraba en casarse con este estúpido muchacho que alguna vez heredaría las propiedades de la familia, y al que le era infiel permanentemente, para suplir la insatisfacción que la inexperiencia sexual de él le ocasionaba.

-¿Podría ser en este lugar?

Un buen día, Willy decidió participar en política, ya que creyó que ese sería el medio adecuado para sobresalir, para tener poder, para conseguir de una buena vez ser reconocido y respetado.
La educación que había recibido lo había vuelto resentido e incapaz de aceptar la libertad y la diversidad de opiniones que respiraban los grandes partidos nacionales. Por lo tanto, optó por alinearse en un partido local que estaba formado por antiguos funcionarios de distintos gobiernos de facto que habían gobernado el país en un pasado reciente. Pensó que por fin sería alguien, que de la mano de esos hombres de actitudes rígidas e intolerantes, podría algún día ejercer el poder y vengarse de todos aquellos que lo habían despreciado.
Cuán lejos estaba de la verdad. Aquellos hombres a los que él admiraba casi homosexualmente, no fueron diferentes al resto. Le dieron un cargo dentro del partido, pero en la práctica lo utilizaban para que ponga su matrícula de abogado al servicio de las patrañas de los ediles leales y sus negociados, y para pegar afiches de campaña en épocas de elecciones.

-¿Podría ser en este lugar?

Al poco tiempo su padre murió tan ignorado como había vivido. El corazón lo traicionó mientras dormía, y su mujer sólo se dio cuenta cuando después de sacudirlo violentamente para que se despierte y vaya a trabajar, él cayó de la cama sin una sola queja. Como había vivido.
A los pocos meses, su madre, ya totalmente desequilibrada mentalmente, fue internada en un manicomio por su hermana Palmira (la otra ya había muerto en un accidente de tránsito debido a su alcoholismo), sin permitirle a él la menor opinión al respecto.
Después de digerir la muerte de su padre y la internación de su madre, se casó con su novia. El matrimonio duró apenas dos años, tiempo suficiente para darle el apellido a un niño que siempre creyó que era su hijo, pero que en realidad tenía como padre a uno de los tantos miembros del partido que frecuentaban su casa para las reuniones políticas. Como suele suceder en estos pueblos, la actitud licenciosa de su esposa era conocida por todos menos por él, hasta que un día la encontró acostada en su propia cama, con un compañero de la asociación católica en la que ella participaba.
Se fue a vivir solo a la casa paterna, dejó de frecuentar el partido y abandonó el trabajo en el estudio de su tía.
Un año después, la tía Palmira lo fue a visitar, no por amor ni añoranza, ni siquiera por cortesía, sino para tratar la venta de la casa y hacer el reparto de bienes. Lo encontró sentado en el inodoro, muerto. La policía dijo poco después que debía llevar casi un año fallecido. Lo que nadie pudo explicar es por qué el cuerpo estaba casi intacto, y los gusanos, las ratas y los distintos insectos que habitaban la casa y que suelen adueñarse de los cadáveres, no se habían acercado a éste. Es más, se pudo comprobar que hacían todo lo posible por esquivarlo.-

¿Podría ser en este lugar?

-No creo que haya inconvenientes, señorita, -le respondió el administrador del cementerio a la desconsolada muchacha-. Su madre puede descansar en paz en este lugar. En realidad, en esta parcela hay enterrados unos restos, pero la verdad es que no sabemos a quién pertenecen.

La presencia (Cuento)

Era inevitable, no podía aguantar más. Debía orinar cuanto antes. Odiaba ir al baño por la noche. Salir de la habitación hacia la galería significaba un suplicio insoportable. Encontrarse con las sombras de la noche cerrada, fría, húmeda, lo hace temblar convulsivamente. Sin embargo, no puede demorar más el momento. La punzada que sube desde el vientre se vuelve intolerable.El sólo pensar en salir de la cama invoca a la Presencia. Un terror inmenso lo invade. No sabe muy bien qué es; es un rostro sin rostro, donde vive una expresión de suprema maldad, pero no facciones definidas.
Sabe que mientras permanezca en la cama, sin moverse, absolutamente quieto, casi sin respirar, la Presencia no reparará en él. Pero ahora necesita ir al baño, y para ello debe salir de la habitación y atravesar la galería descubierta.
Apenas comienza a incorporarse en la cama, siente los ojos que se clavan en él. No puede distinguir nada en la habitación, ninguna figura, ningún movimiento. Pero sabe que la Presencia lo está mirando fijamente, preparada para saltar sobre él en cualquier momento.
Primero deberá estirar el brazo para encender la luz del velador de su mesa de luz. La sola idea lo aterroriza, pero finalmente logra su cometido. El repentino resplandor iluminando el cuarto, lo sobresalta un momento. Desde su posición, de espaldas en la cama, recorre la habitación con la mirada. La iluminación no consigue tranquilizarlo.Lentamente sale de la cama, muy despacio. Encuentra las chinelas y se las pone tratando de no hacer ningún ruido, esperando que la Presencia se olvide de él, aunque sabe que eso no es posible. Se pone de pie sigilosamente y comienza a caminar, lento, muy lento. Siente que los ojos siguen allí, observando atentamente todos sus movimientos. Llega hasta la puerta, la abre, y sale rápidamente cerrándola tras de sí. Siente la misma agitación de un maratonista que acaba de llegar a la meta.
Pero todavía no ha alcanzado su meta: llegar hasta el baño, orinar apresuradamente y regresar a la seguridad de su cama. Se aleja instintivamente de la puerta donde se había apoyado, temiendo que una mano salga a través de ella y lo aprese.
Calcula el tramo que debe recorrer para alcanzar el baño, mientras el viento frío de la noche le azota la cara. Mira hacia el cielo. Ni una nube, ni una estrella: sólo la oscuridad impenetrable. De pronto siente que los ojos están ahí; no puede verlos, pero sabe que están ahí, ocultos en esa oscuridad, observándolo.
Corre hasta el baño, cierra de un portazo y se dispone a orinar. Al cabo de un momento siente la Presencia. Está allí, detrás de él. Se le eriza el cabello en la nuca, su corazón palpita hasta que parece que va estallar dentro de su pecho. Siente la inminencia del contacto, el estómago le da un vuelco, y entonces comienza a volverse lentamente, angustiosamente decidido a enfrentar la causa de su terror ancestral.
Nadie puede creer lo que ha pasado. Alguien tan joven, prometedor, de razonamientos casi geniales.
Durante el velatorio, unos ojos invisibles a los allí presentes miran fijamente el cadáver, de cuyo ojo derecho, atravesando el pegamento utilizado para cerrarlo, asoma una lágrima. Más tarde, el médico de la familia le explicó a los deudos que eran secreciones comunes en algunos cadáveres. El mismo médico que diagnosticó la causa de la muerte: infarto.