viernes, 4 de abril de 2008

La presencia (Cuento)

Era inevitable, no podía aguantar más. Debía orinar cuanto antes. Odiaba ir al baño por la noche. Salir de la habitación hacia la galería significaba un suplicio insoportable. Encontrarse con las sombras de la noche cerrada, fría, húmeda, lo hace temblar convulsivamente. Sin embargo, no puede demorar más el momento. La punzada que sube desde el vientre se vuelve intolerable.El sólo pensar en salir de la cama invoca a la Presencia. Un terror inmenso lo invade. No sabe muy bien qué es; es un rostro sin rostro, donde vive una expresión de suprema maldad, pero no facciones definidas.
Sabe que mientras permanezca en la cama, sin moverse, absolutamente quieto, casi sin respirar, la Presencia no reparará en él. Pero ahora necesita ir al baño, y para ello debe salir de la habitación y atravesar la galería descubierta.
Apenas comienza a incorporarse en la cama, siente los ojos que se clavan en él. No puede distinguir nada en la habitación, ninguna figura, ningún movimiento. Pero sabe que la Presencia lo está mirando fijamente, preparada para saltar sobre él en cualquier momento.
Primero deberá estirar el brazo para encender la luz del velador de su mesa de luz. La sola idea lo aterroriza, pero finalmente logra su cometido. El repentino resplandor iluminando el cuarto, lo sobresalta un momento. Desde su posición, de espaldas en la cama, recorre la habitación con la mirada. La iluminación no consigue tranquilizarlo.Lentamente sale de la cama, muy despacio. Encuentra las chinelas y se las pone tratando de no hacer ningún ruido, esperando que la Presencia se olvide de él, aunque sabe que eso no es posible. Se pone de pie sigilosamente y comienza a caminar, lento, muy lento. Siente que los ojos siguen allí, observando atentamente todos sus movimientos. Llega hasta la puerta, la abre, y sale rápidamente cerrándola tras de sí. Siente la misma agitación de un maratonista que acaba de llegar a la meta.
Pero todavía no ha alcanzado su meta: llegar hasta el baño, orinar apresuradamente y regresar a la seguridad de su cama. Se aleja instintivamente de la puerta donde se había apoyado, temiendo que una mano salga a través de ella y lo aprese.
Calcula el tramo que debe recorrer para alcanzar el baño, mientras el viento frío de la noche le azota la cara. Mira hacia el cielo. Ni una nube, ni una estrella: sólo la oscuridad impenetrable. De pronto siente que los ojos están ahí; no puede verlos, pero sabe que están ahí, ocultos en esa oscuridad, observándolo.
Corre hasta el baño, cierra de un portazo y se dispone a orinar. Al cabo de un momento siente la Presencia. Está allí, detrás de él. Se le eriza el cabello en la nuca, su corazón palpita hasta que parece que va estallar dentro de su pecho. Siente la inminencia del contacto, el estómago le da un vuelco, y entonces comienza a volverse lentamente, angustiosamente decidido a enfrentar la causa de su terror ancestral.
Nadie puede creer lo que ha pasado. Alguien tan joven, prometedor, de razonamientos casi geniales.
Durante el velatorio, unos ojos invisibles a los allí presentes miran fijamente el cadáver, de cuyo ojo derecho, atravesando el pegamento utilizado para cerrarlo, asoma una lágrima. Más tarde, el médico de la familia le explicó a los deudos que eran secreciones comunes en algunos cadáveres. El mismo médico que diagnosticó la causa de la muerte: infarto.

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