viernes, 4 de abril de 2008

Un gol a la vida (cuento)

Martín caminaba lentamente, arrastrando los pies, por la banquina de aquella ruta sin iluminación, bajo una noche lluviosa, sin la presencia de la luna.
Se dirigía a su casa, donde debía recoger un montón de documentación que necesitaba para el sin fin de trámites que le había dejado como saldo el día que estaba terminando.
Todo había comenzado por la mañana, en la clínica psiquiátrica donde él y su esposa habían dejado internada, tal vez definitivamente, a su hija veinteañera. Había sufrido una nueva crisis, pero esta vez muy grave. Hizo impactar su cabeza varias veces contra la pared, hasta quedar inconsciente, sólo porque el perro había manchado con barro su blusa blanca, al saltar sobre ella para hacerle fiestas.
Durante todo el viaje de regreso a casa, Martín y su esposa lloraron mucho. Una vez sentados a la mesa de la cocina, mate mediante como siempre, comenzaron a intentar tranquilizarse, convenciéndose mutuamente de que el final de Martita era éste, tarde o temprano.
De pronto, la esposa de Martín comenzó a sentir esos dolores de pecho tan temidos después de los cuarenta años. Se dobló sobre la mesa, mientras Martín saltaba hacia el teléfono. A los pocos minutos llegó la ambulancia. La colocaron en una camilla, y luego la subieron al vehículo, para partir raudamente hacia el hospital, mientras el médico hacía las maniobras de reanimación. Martín, desesperado y como maniatado, asistía a la lucha desigual que su mujer, el amor de su vida, sostenía con la muerte. Cuando llegaron al hospital, había fallecido.
Martín nunca supo como llegó desde la ambulancia a aquel frío banco de hospital donde se encontraba sentado ahora, esperando no sabía qué. Sólo le habían dicho que esperara.
Permaneció así, casi desmayado, durante varios minutos, hasta que unos musicales timbrazos lo fueron trayendo de a poco a la realidad. Su teléfono celular llamaba. Lo quitó de la funda de su cintura, y lo miró como si fuese un objeto extraño en su vida. Respondió a la llamada. Una voz lejana, que llegaba desde unos ciento cincuenta kilómetros de distancia, le informaba de manera fingidamente compungida, que su madre acababa de morir en el geriátrico donde se alojaba. Escuchó y sin responder, cortó la llamada.
Se levantó mecánicamente del asiento, y comenzó a caminar desde el pueblo hacia su casa. De pronto, tomó conciencia de que necesitaba buscar la documentación de su esposa, de su madre, hacer llamadas telefónicas. Cuando ya estaba sobre la ruta que lo llevaba a su hogar, comenzó a llover. Por primera vez en su vida no le importó mojarse ni embarrarse los zapatos.
Comprendió que se había quedado absolutamente solo en el mundo. Alzó la vista del pavimento, y vio dos potentes luces que se acercaban rápidamente hacia él, dándose cuenta entonces que se había desviado de la banquina, y caminaba por el medio de la ruta. Se detuvo, elevó los brazos hacia el cielo, creyó ver a Dios, y sonrió.
Víctor siempre había sido el tonto del pueblo. Su padre era camionero y cuando falleció, Víctor heredó el camión.
Merced a unos amigos de la infancia que hoy en día eran funcionarios municipales, consiguió, a pesar de su retardo, el registro de conducir. Y se dedicó a vender por los barrios aves de corral. Se pasaba el día voceando su mercadería a través de un altavoz, y cuando caía la noche volvía feliz al pueblo, manejando a toda velocidad, mientras escuchaba música en la radio de su camión.
Esa noche llovía, pero eso no le impedía a Víctor circular a la misma velocidad de siempre, escuchando música. De pronto, divisó a lo lejos, a través de la cortina de lluvia, la figura de un hombre parado en el medio de la ruta, con los brazos abiertos, mirando al cielo y sonriendo. Se preguntó qué clase de loco fanático era ese, capaz de gritar un gol de esa manera, y que partido de fútbol importante se estaría jugando. Intrigado, desvió la mirada hacia la radio y se dispuso a cambiar de estación, olvidándose que el hombre seguía allí, parado en el medio de la ruta.
Los funcionarios amigos de Víctor presionaron sobre el juez, para que cerrase el caso como suicidio... Y no se equivocaron.

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